miércoles, 30 de octubre de 2013

El almuerzo

Recuerdo al Mocho, fue por años el campanero de la iglesia del parque. ¿Habrá alguien que no recuerde al Mocho? Entonaba los gregorianos como ningún otro, aunque dudo mucho que supiera al menos en que idioma habían sido compuestos.

Se paraba en el umbral de la puerta de la iglesia del parque (una iglesia que como otras fue construida bajo el estilo colombo-europeo) empuñaba la cuerda, y con vigor de patriota la jalaba: hacía retumbar el sonido de la campana por todo el pueblo, lo cual marcaba pauta en el día, porque los chinches sabían que era hora de volver casa y las madres se preparaban para el maravilloso despelote de la hora del almuerzo.

Todos añorábamos ese despelote, recuerdo esos almuerzos, mamá corría de un lado a otro llevando y trayendo trastes, papá se sentaba en su puesto y proponía cualquier cuestión  oportuna, que daba para un debate de todo el tiempo que pasábamos en la mesa. ¡Que armonioso era ese despelote! rotábamos de mano en mano platos con aguacates, arepas, ensalada, salsas, cilantrico picado, etc. era todo un banquete, y se vivía al son de la discusión de mi padre con mi abuelo: como dije la planteaba mi papá pero de no ser por mi abuelo no hubieran sido tan amenas las charlas (al morir, se llevó consigo el debate y todo la vida de la casa de la abuela).

Cuando había una tregua en la discusión corrían a servir los tintos, y que lío era esa labor, los unos con azúcar, los otros con endulzante, algunos sin nada, otros lo tomaban clarito, había quien lo tomaba cargado; mucha era la paciencia de mi abuela, tanta que seguía todos estos caprichos con mucho gusto; despachar el tinto significaba mandarnos a hacer la siesta: en todo el mundo el café quita el sueño, pero en estos pueblos montañeros nos lo da. Rito importante era hacer el perro, como se le dice a reposar después del almuerzo, los hombres lo hacían boca arriba, y los ronquidos colectivos recorrían las calles arrastrando consigo los últimos ecos del sonido de campana.

Cuando el Mocho (que no sé donde almorzaba) notaba que el sonido de campana se había ahuyentado por el ronquido de los viejos que recorría las calles cual fantasma, volvía a hacer sonar las campanas, y se disipaba la modorra del maravilloso despelote del almuerzo, unos aquí y otros allá, todos a sus actividades.

Recuerdo esos almuerzos, recuerdo al Mocho, recuerdo a mi abuelo, y la casa de la abuela; lo recuerdo todo, recuerdo esa tranquilidad tan distinta. No puedo decir que hoy no hay tranquilidad, si la hay, pero es la del desesperado.

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