«Entonces ¿a dónde va?» preguntaba ella consternada mientras
el viento llevaba el olor a tierra que se levanta con la primera lluvia que cae
tras un largo verano. El ir y venir de los dedos sobre la mesa gastada dejaba
entender que la conversación era importante y que además estaba lejos de llegar
a un feliz final.
Una hora atrás él había llegado a la casa de ella y a
diferencia todos los otros ciento cincuenta y tres lunes anteriores no traía
consigo nada para tomar el algo y además había olvidado afeitarse con habilidad
quirúrgica esa mañana. La situación era grave.
Ella volvió a
preguntar «¿a dónde va» y él no resistió más, rompió el silencio que le rodeaba
y sollozó por un instante. A partir de ese instante todo fue como intentar
pegar la cabeza a Luis XVI; ya la guillotina había caído y el sonido de su
fricción con el viento parecía una risa que le daba la razón a Newton, o más
bien a Galileo. Un momento después él intentó tomar la mano, de ella, la
derecha, la de los dedos que bailaban sobre la mesa, pero le fue imposible. La
mano con un brío que parecía ajeno a su dueña en aquel momento huyó y despreció
el contacto de manera que la conversación había terminado.
Cuando ella notó que él no se había afeitado supo que algo
no estaba bien. Mientras él creía que llevaban ciento cincuenta y tres lunes
seguidos viéndose, ella sabía que no era así, que solo eran dieciséis y que
además en algunas ocasiones más que encuentros habían sido desencuentros. Sin
embargo él siempre había llegado afeitado y por la cabeza de ella nunca pasó la
idea que esto pudiera no ser así.
Tras el contacto desafortunado de las manos la conversación
había terminado, a partir de ese momento no había en aquel sitio nada diferente
a un par de monólogos ofuscados que para bien o para mal fueron la salida a un
impasse y permitieron que por primera vez después de cuarenta y dos minutos los
detalles del sitio fueran relevantes. El lugar era cómodo, no tanto porque los
muebles fueran confortables, sino porque podría pertenecer a cualquier persona
del mundo y no tendría en principio ningún altercado con su alma; salvo porque
la mesa era redonda y que el cuadro más grande tenía un destinatario específico
nada en el sito era realmente especial.
Él siempre esperaba con impaciencia que le abrieran la
puerta, pues en aquella casa se sentía a gusto, los únicos modales que le
regían allí eran los propios de su amor por ella y por primera vez en la vida
su placer estaba más allá de pelear con la genética. A pesar de esto si le
preguntaran por el sitio hoy, lo único que recordaría con todo detalle de aquel
espacio serían aquellos componentes cuyo orden estaba irrevocablemente asociado
al amante anterior de ella y aparentemente el verdadero.
Los monólogos de este estilo, que no están diseñados para el
deleite literario, sino que ejercen como metrallas económicas que esperan
fusilar al rival sin darles ninguna posibilidad de muerte digna, suelen durar
eternamente y son además el mejor ejemplo de silogismos y tautologías que
podrían incluir en un libro de lógica. En este caso, cuando ya la noche
llegaba, y los monólogos apenas si estaban enunciados los cuerpos que acumulan
saber vía ácidos nucleicos desde tiempos inconmensurables dijeron no más, las gargantas
estaban ya secas, casi tanto como los lagrimales y de alguna manera surgió otra
vez la conversación.
Cuando estaban juntos las cosas solían salir bien, habían
estado unos cuantos días en un desierto que lo pone a pensar a uno si es verdad
o no que el Edén es la selva tropical que nos han pintado. En aquel sitio
inhóspito donde todos los malos presagios son la opción factible y contar el
tiempo por semanas es casi una fantasía pueril, ellos habían logrado comprenderlo
todo, comprendieron que las dimensiones del cosmos no exceden los cincuenta
centímetros y que además toda la historia del universo ha ocurrido mientras se da
una oscilación completa de hamaca. Más allá de esa hazaña sus lenguajes no
tenían demasiado en común aunque llevaran ciento cincuenta y tres semas
viéndose sin falta, o dieciséis, según la perspectiva.
Tras el silencio obligado por la condición finita de los
cuerpos recordaron que toda la historia del mundo ocurrió en una oscilación
completa de hamaca y que además la cabeza de Luis XVI ya rodaba por las calles
del París de los sueños, es decir como el cuerpo de Roa por Bogotá. Recordaron
además que sus lenguajes eran distintos y no lo apelaron; de manera que acaeció
un parpadeo involuntario y con ello en aquel sitio, sobre la podredumbre de
monólogos ofuscados, apareció un pequeño cíclope, el más inocente todos, el más
feliz de todos.
Aquel cíclope, que no era ni siquiera consciente de sí
miraba asustado alrededor y empezaba a llorar, las lágrimas de color naranja brotaban de
cada uno de los dos lagrimales en su único ojo. Un instante después antes de
que se completara la oscilación, el cíclope se topó torpemente con su reflejo en
el espejo, fue tal el impacto que le generó la imagen que cayó fulminado. No
resistió haber encontrado que su único ojo era absurdo, una mitad absurdamente
común y la otra absurdamente extraordinaria.
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