martes, 15 de marzo de 2016

El cíclope

«Entonces ¿a dónde va?» preguntaba ella consternada mientras el viento llevaba el olor a tierra que se levanta con la primera lluvia que cae tras un largo verano. El ir y venir de los dedos sobre la mesa gastada dejaba entender que la conversación era importante y que además estaba lejos de llegar a un feliz final.
Una hora atrás él había llegado a la casa de ella y a diferencia todos los otros ciento cincuenta y tres lunes anteriores no traía consigo nada para tomar el algo y además había olvidado afeitarse con habilidad quirúrgica esa mañana. La situación era grave.
Ella volvió  a preguntar «¿a dónde va» y él no resistió más, rompió el silencio que le rodeaba y sollozó por un instante. A partir de ese instante todo fue como intentar pegar la cabeza a Luis XVI; ya la guillotina había caído y el sonido de su fricción con el viento parecía una risa que le daba la razón a Newton, o más bien a Galileo. Un momento después él intentó tomar la mano, de ella, la derecha, la de los dedos que bailaban sobre la mesa, pero le fue imposible. La mano con un brío que parecía ajeno a su dueña en aquel momento huyó y despreció el contacto de manera que la conversación había terminado.
Cuando ella notó que él no se había afeitado supo que algo no estaba bien. Mientras él creía que llevaban ciento cincuenta y tres lunes seguidos viéndose, ella sabía que no era así, que solo eran dieciséis y que además en algunas ocasiones más que encuentros habían sido desencuentros. Sin embargo él siempre había llegado afeitado y por la cabeza de ella nunca pasó la idea que esto pudiera no ser así.
Tras el contacto desafortunado de las manos la conversación había terminado, a partir de ese momento no había en aquel sitio nada diferente a un par de monólogos ofuscados que para bien o para mal fueron la salida a un impasse y permitieron que por primera vez después de cuarenta y dos minutos los detalles del sitio fueran relevantes. El lugar era cómodo, no tanto porque los muebles fueran confortables, sino porque podría pertenecer a cualquier persona del mundo y no tendría en principio ningún altercado con su alma; salvo porque la mesa era redonda y que el cuadro más grande tenía un destinatario específico nada en el sito era realmente especial.
Él siempre esperaba con impaciencia que le abrieran la puerta, pues en aquella casa se sentía a gusto, los únicos modales que le regían allí eran los propios de su amor por ella y por primera vez en la vida su placer estaba más allá de pelear con la genética. A pesar de esto si le preguntaran por el sitio hoy, lo único que recordaría con todo detalle de aquel espacio serían aquellos componentes cuyo orden estaba irrevocablemente asociado al amante anterior de ella y aparentemente el verdadero.
Los monólogos de este estilo, que no están diseñados para el deleite literario, sino que ejercen como metrallas económicas que esperan fusilar al rival sin darles ninguna posibilidad de muerte digna, suelen durar eternamente y son además el mejor ejemplo de silogismos y tautologías que podrían incluir en un libro de lógica. En este caso, cuando ya la noche llegaba, y los monólogos apenas si estaban enunciados los cuerpos que acumulan saber vía ácidos nucleicos desde tiempos inconmensurables dijeron no más, las gargantas estaban ya secas, casi tanto como los lagrimales y de alguna manera surgió otra vez la conversación.
Cuando estaban juntos las cosas solían salir bien, habían estado unos cuantos días en un desierto que lo pone a pensar a uno si es verdad o no que el Edén es la selva tropical que nos han pintado. En aquel sitio inhóspito donde todos los malos presagios son la opción factible y contar el tiempo por semanas es casi una fantasía pueril, ellos habían logrado comprenderlo todo, comprendieron que las dimensiones del cosmos no exceden los cincuenta centímetros y que además toda la historia del universo ha ocurrido mientras se da una oscilación completa de hamaca. Más allá de esa hazaña sus lenguajes no tenían demasiado en común aunque llevaran ciento cincuenta y tres semas viéndose sin falta, o dieciséis, según la perspectiva.
Tras el silencio obligado por la condición finita de los cuerpos recordaron que toda la historia del mundo ocurrió en una oscilación completa de hamaca y que además la cabeza de Luis XVI ya rodaba por las calles del París de los sueños, es decir como el cuerpo de Roa por Bogotá. Recordaron además que sus lenguajes eran distintos y no lo apelaron; de manera que acaeció un parpadeo involuntario y con ello en aquel sitio, sobre la podredumbre de monólogos ofuscados, apareció un pequeño cíclope, el más inocente todos, el más feliz de todos. 
Aquel cíclope, que no era ni siquiera consciente de sí miraba asustado alrededor y empezaba a llorar, las lágrimas de color naranja brotaban de cada uno de los dos lagrimales en su único ojo. Un instante después antes de que se completara la oscilación, el cíclope se topó torpemente con su reflejo en el espejo, fue tal el impacto que le generó la imagen que cayó fulminado. No resistió haber encontrado que su único ojo era absurdo, una mitad absurdamente común y la otra absurdamente extraordinaria.

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